jueves, abril 29, 2004
Agua y Tierra
Hace muchos, muchos años, en una época en la que todas las estrellas eran jóvenes y en la que las noches solo eran alumbradas por la luna, había un planeta ni muy frio ni muy caliente, ni muy grande ni muy pequeño, un planeta bastante normal.
En ese planeta existían muchas formas de vida. Había árboles, arbustos y algunos animales. De entre los animales había dos muy peculiares, que andaban erguidos sobre sus cuartos traseros. Eran los únicos de su especie, un macho y una hembra, y siempre estaban juntos. Se cuidaban el uno al otro y vivían en armonía con el resto de seres y con el planeta, al que habían bautizado Tierra, puesto que en su superficie solo había eso, tierra.
Una mañana, el macho, al comprobar que de todos los pozos que había perforado lo único que había conseguido sacar era más tierra, decidió poner rumbo a las montañas. Subiría hasta la cima y allí, cerca de las nubes, arañaría el cielo hasta que brotara agua.
Se despidió de la hembra, que se quedó triste y asustada, y partió hacía las lejanas montañas.
Muchas veces las luces del Sol y de la Luna se turnaron para reinar en el cielo hasta que el macho alcanzó la cumbre. Una vez allí luchó contra el cielo con uñas y dientes. El día se oscureció y el aire se tornó denso. Una niebla asfixiante envolvió al macho y desapareció.
Desde la distancia, la hembra contemplaba cómo todo era oscuridad en la montaña, que apenas se distinguía ya en el horizonte. De repente un fulgor azulado salió de aquella negra espesura y al poco tiempo, un estruendo hizo temblar el suelo e hizo callar a los animales. La hembra supo que en aquel mismo instante ella estaba sola, y que él no volvería jamás.
La oscuridad se apoderó de los cielos, y comenzó a caer una fina lluvia que fue haciéndose más intensa poco a poco. Ella se sentó en el suelo y rompió a llorar. Lloró y lloró hasta deshacerse en lágrimas, y sus lágrimas inundaron el planeta.
Así que es gracias a ese macho por lo que la lluvia cae del cielo, y son las lágrimas de aquella hembra las que hicieron los mares salados. Y es por ellos dos, que un planeta que está casi totalmente cubierto por agua, se llama Tierra.
En ese planeta existían muchas formas de vida. Había árboles, arbustos y algunos animales. De entre los animales había dos muy peculiares, que andaban erguidos sobre sus cuartos traseros. Eran los únicos de su especie, un macho y una hembra, y siempre estaban juntos. Se cuidaban el uno al otro y vivían en armonía con el resto de seres y con el planeta, al que habían bautizado Tierra, puesto que en su superficie solo había eso, tierra.
Una mañana, el macho, al comprobar que de todos los pozos que había perforado lo único que había conseguido sacar era más tierra, decidió poner rumbo a las montañas. Subiría hasta la cima y allí, cerca de las nubes, arañaría el cielo hasta que brotara agua.
Se despidió de la hembra, que se quedó triste y asustada, y partió hacía las lejanas montañas.
Muchas veces las luces del Sol y de la Luna se turnaron para reinar en el cielo hasta que el macho alcanzó la cumbre. Una vez allí luchó contra el cielo con uñas y dientes. El día se oscureció y el aire se tornó denso. Una niebla asfixiante envolvió al macho y desapareció.
Desde la distancia, la hembra contemplaba cómo todo era oscuridad en la montaña, que apenas se distinguía ya en el horizonte. De repente un fulgor azulado salió de aquella negra espesura y al poco tiempo, un estruendo hizo temblar el suelo e hizo callar a los animales. La hembra supo que en aquel mismo instante ella estaba sola, y que él no volvería jamás.
La oscuridad se apoderó de los cielos, y comenzó a caer una fina lluvia que fue haciéndose más intensa poco a poco. Ella se sentó en el suelo y rompió a llorar. Lloró y lloró hasta deshacerse en lágrimas, y sus lágrimas inundaron el planeta.
Así que es gracias a ese macho por lo que la lluvia cae del cielo, y son las lágrimas de aquella hembra las que hicieron los mares salados. Y es por ellos dos, que un planeta que está casi totalmente cubierto por agua, se llama Tierra.
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