lunes, abril 19, 2004
Partir de nuevo
Apenas tardó 15 minutos en hacer la maleta. A fuerza de hacerla y desacerla se había convertido en algo mecánico, pero también hay que reconocer que cada vez sacaba menos cosas de ella.
Entre el grueso jersey de lana azul y los vaqueros desgastados, volvió a guardar sus caricias, tan limpias como las había sacado al deshacer el equipaje, pero algo más arrugadas y menos suaves; y es que se van haciendo más ásperas con cada viaje. Recogió cada uno de los besos que había ido desperdigando despreocupado por la casa. Daba igual si eran dulces, tiernos o apasionados, los metió todos juntos en una pequeña bolsa roja y los acomodó en la esquina izquierda. Dobló cuidadosamente sus abrazos y antes de colocarlos sobre las camisas acomodó los recuerdos. Siempre los colocaba en los rincones de la maleta, pero al final alguno terminaba perdiéndose. Esta vez viajarían bajo los abrazos.
Con paso lento atravesó el pasillo que separaba el breve salón del dormitorio. Entró en el baño , de donde recogió su jabón, su cuchilla de afeitar y su cepillo de dientes. Una punzada tan fría como amarga atravesó su pecho al mirar su reflejo en el espejo... y no verlo abrazado a ella.
Se cercioró de que apagaba las luces según cerraba la puerta de cada habitación. Guardó lo que acababa de traer del baño en la maleta y echó un último vistazo al salón asegurándose de que no se dejaba nada.
Cuando se dispuso a cerrar la vieja maleta, no pudo. Había demasiadas cosas, así que había que sacar algo. La abrió de nuevo e inspeccionó el contenido buscando qué era lo que impedía cerrarla. No tardó en darse cuenta de cual era el fallo. Sacó de la maleta unas lágrimas, las dejó caer y de nuevo intentó cerrarla. Ahora no hubo obstáculos y el sonido de los cierres metálicos rompió el silencio.
En la penumbra del salón, esquivando sombras, se acercó hasta el ventanal. Con la frente apoyada sobre el vidrio destemplado, observó con la mirada perdida como las farolas se encendían antes de lo normal y como las personas, abajo en la calle, corrían a resguardarse de las gotas de lluvia que ya resbalaban en el exterior del cristal.
Un relámpago iluminó la estancia por un segundo, y el trueno que le siguió hizo que el ventanal temblase y le hizo reaccionar. Se irguió, y cabizbajo se dirigió hacia su maleta. Era hora de partir de nuevo.
Entre el grueso jersey de lana azul y los vaqueros desgastados, volvió a guardar sus caricias, tan limpias como las había sacado al deshacer el equipaje, pero algo más arrugadas y menos suaves; y es que se van haciendo más ásperas con cada viaje. Recogió cada uno de los besos que había ido desperdigando despreocupado por la casa. Daba igual si eran dulces, tiernos o apasionados, los metió todos juntos en una pequeña bolsa roja y los acomodó en la esquina izquierda. Dobló cuidadosamente sus abrazos y antes de colocarlos sobre las camisas acomodó los recuerdos. Siempre los colocaba en los rincones de la maleta, pero al final alguno terminaba perdiéndose. Esta vez viajarían bajo los abrazos.
Con paso lento atravesó el pasillo que separaba el breve salón del dormitorio. Entró en el baño , de donde recogió su jabón, su cuchilla de afeitar y su cepillo de dientes. Una punzada tan fría como amarga atravesó su pecho al mirar su reflejo en el espejo... y no verlo abrazado a ella.
Se cercioró de que apagaba las luces según cerraba la puerta de cada habitación. Guardó lo que acababa de traer del baño en la maleta y echó un último vistazo al salón asegurándose de que no se dejaba nada.
Cuando se dispuso a cerrar la vieja maleta, no pudo. Había demasiadas cosas, así que había que sacar algo. La abrió de nuevo e inspeccionó el contenido buscando qué era lo que impedía cerrarla. No tardó en darse cuenta de cual era el fallo. Sacó de la maleta unas lágrimas, las dejó caer y de nuevo intentó cerrarla. Ahora no hubo obstáculos y el sonido de los cierres metálicos rompió el silencio.
En la penumbra del salón, esquivando sombras, se acercó hasta el ventanal. Con la frente apoyada sobre el vidrio destemplado, observó con la mirada perdida como las farolas se encendían antes de lo normal y como las personas, abajo en la calle, corrían a resguardarse de las gotas de lluvia que ya resbalaban en el exterior del cristal.
Un relámpago iluminó la estancia por un segundo, y el trueno que le siguió hizo que el ventanal temblase y le hizo reaccionar. Se irguió, y cabizbajo se dirigió hacia su maleta. Era hora de partir de nuevo.
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