jueves, mayo 13, 2004
A quien corresponda (1ª parte)
Éste texto está dedicado a vos Milady. Feliz cumpleaños.
El lujoso Cadillac negro se detuvo frente a la oficina de Correos. El chofer descendió y como muchas otras veces abrió la puerta a la Sra. Hudson, pero esta vez bajó del coche más radiante que nunca. Vestía unos desgastados tejanos azules muy ceñidos, botas marrones de cowgirl y una blusa blanca y holgada que dejaba al descubierto uno de sus hombros. La palidez de su piel contrastaba con el fulgor rojizo del brillo de su pelo al sol de la mañana.
Recorrió el breve espacio que la separaba de las escaleras de la oficina postal con paso lento y elegante, casi parecía escoger qué baldosas de la acera serían honradas con su pisada. La puerta automática se abrió para recibirla y caminó hasta el mostrador de envíos mientras se convertía en el centro de las miradas de un par de carteros que charlaban sobre baseball en la puerta del almacén.
- Hola. Quiero enviar este paquete por correo certificado urgente - dijo mientras se colocaba las gafas de sol a modo de diadema sobre su larga y lisa melena pelirroja.
- Muy bien. Rellene éste impreso - contestó el funcionario tras el mostrador mientras colocaba el paquete en la báscula para pesarlo.
Comprobó que todos los datos eran correctos, selló la copia que entregaría a la hermosa pelirroja que le había alegrado la mañana y certificó el paquete.
- Son ocho dólares con quince centavos - anunció estirando la mano para alcanzarle el recibo.
Ella sacó un billete de diez dólares de su bolsillo, se lo entregó y mientras volvía a ponerse las gafas le dijo sonriendo: - Quédese son el cambio. Acto seguido se giró y abandonó la oficina bajo la atenta mirada del funcionario, que no podía apartar sus ojos del sugerente cuerpo de aquella mujer que no encajaba en un sitio como ése.
Volvió al coche con la misma expresión en la cara que se tiene cuando se adivina un acertijo, era la expresión de la victoria. Cerró la puerta e indicó al chofer que se dirigiese al aeropuerto.
En el asiento trasero del vehículo le esperaban un gorila y un tigre que eran hábilmente manejados por las manos de un pequeño de apenas un metro de estatura, mirada de bronce, cara salpicada de pecas y con el pelo rizado de color puesta de sol, como el de su madre.
Mientras le observaba allí, jugando despreocupado, pensó en todo lo que tenía que agradecerle, puesto que él fue quien le salvo la vida. Recordó como seis meses atrás, cuando ella, borracha de melancolía y de vodka, acababa de destrozar la habitación y sostenía un pedazo de cristal sobre su muñeca izquierda. En ese momento en el que entre sollozos estaba a punto de cortarse las venas, el pequeño Erik entró en la habitación y con paso vacilante caminó sonriente hasta ella. No podía dejarle solo.
Cuando Gillian Foxworth se casó con Daniel Hudson fue la envidia de las jóvenes de todo el estado. Él era un joven empresario que empezaba a ganar más dinero del que podía gastar, así que una vida llena de lujos parecía ser el complemento ideal al amor. Lástima que éste se acabase al mismo ritmo al que llegaba el dinero.
El lujoso Cadillac negro se detuvo frente a la oficina de Correos. El chofer descendió y como muchas otras veces abrió la puerta a la Sra. Hudson, pero esta vez bajó del coche más radiante que nunca. Vestía unos desgastados tejanos azules muy ceñidos, botas marrones de cowgirl y una blusa blanca y holgada que dejaba al descubierto uno de sus hombros. La palidez de su piel contrastaba con el fulgor rojizo del brillo de su pelo al sol de la mañana.
Recorrió el breve espacio que la separaba de las escaleras de la oficina postal con paso lento y elegante, casi parecía escoger qué baldosas de la acera serían honradas con su pisada. La puerta automática se abrió para recibirla y caminó hasta el mostrador de envíos mientras se convertía en el centro de las miradas de un par de carteros que charlaban sobre baseball en la puerta del almacén.
- Hola. Quiero enviar este paquete por correo certificado urgente - dijo mientras se colocaba las gafas de sol a modo de diadema sobre su larga y lisa melena pelirroja.
- Muy bien. Rellene éste impreso - contestó el funcionario tras el mostrador mientras colocaba el paquete en la báscula para pesarlo.
Comprobó que todos los datos eran correctos, selló la copia que entregaría a la hermosa pelirroja que le había alegrado la mañana y certificó el paquete.
- Son ocho dólares con quince centavos - anunció estirando la mano para alcanzarle el recibo.
Ella sacó un billete de diez dólares de su bolsillo, se lo entregó y mientras volvía a ponerse las gafas le dijo sonriendo: - Quédese son el cambio. Acto seguido se giró y abandonó la oficina bajo la atenta mirada del funcionario, que no podía apartar sus ojos del sugerente cuerpo de aquella mujer que no encajaba en un sitio como ése.
Volvió al coche con la misma expresión en la cara que se tiene cuando se adivina un acertijo, era la expresión de la victoria. Cerró la puerta e indicó al chofer que se dirigiese al aeropuerto.
En el asiento trasero del vehículo le esperaban un gorila y un tigre que eran hábilmente manejados por las manos de un pequeño de apenas un metro de estatura, mirada de bronce, cara salpicada de pecas y con el pelo rizado de color puesta de sol, como el de su madre.
Mientras le observaba allí, jugando despreocupado, pensó en todo lo que tenía que agradecerle, puesto que él fue quien le salvo la vida. Recordó como seis meses atrás, cuando ella, borracha de melancolía y de vodka, acababa de destrozar la habitación y sostenía un pedazo de cristal sobre su muñeca izquierda. En ese momento en el que entre sollozos estaba a punto de cortarse las venas, el pequeño Erik entró en la habitación y con paso vacilante caminó sonriente hasta ella. No podía dejarle solo.
Cuando Gillian Foxworth se casó con Daniel Hudson fue la envidia de las jóvenes de todo el estado. Él era un joven empresario que empezaba a ganar más dinero del que podía gastar, así que una vida llena de lujos parecía ser el complemento ideal al amor. Lástima que éste se acabase al mismo ritmo al que llegaba el dinero.
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