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martes, julio 20, 2004

 

El sexto asalto (2/2)

Lo bueno del boxeo es que, aunque pierdas, vas a ganar pasta. Y en mi caso, un tipo cuya carrera empezaba a hundirse, una pelea como ésta era demasiado jugosa como para dejarla escapar. El combate sería retransmitido por cable, porque iba a ser divertido ver como el viejo Mike Aguijón Wilson era aniquilado.

Una humillación más no importaba. El lado oscuro del dinero y la fama se cebó conmigo. Drogas, escándalos y detenciones hicieron que me viera en las portadas de los periódicos. Sólo mi hija había conseguido hacerme salir de toda esa porquería, y por ella estaba haciendo esto. El dinero obtenido, junto con lo que había sacado vendiendo su pequeño negocio, sería guardado en una cuenta, previo pago de algunas deudas. Esa pasta le permitiría pagarse la universidad, y ser alguien con estudios y posibilidades de triunfar realmente en la vida.

Aferrándome a las cuerdas conseguí erguirme. El árbitro se acercó. Al parecer mi ceja se había vuelto a abrir y sangraba abundantemente, lo que obligo a Joe a acercase al cuadrilátero y detener la hemorragia.

- Madre mía, chico. Te está machacando. ¿No deberías tirar la toalla?
- No. Le tengo justo donde quiero.

Entre carcajadas taponó las brechas. No se esmeró mucho, lo justo para que el árbitro dejase que la pelea continuara.

Cuando yo estaba luchando por el Campeonato Mundial de los Pesos Pesados, era una máquina de golpear. Iba minando poco a poco a mi rival. Siempre le mantenía a distancia con los jubs. Le cansaba, le exasperaba, le frustraba, hasta que se lanzaba a atacar descuidando su guardia. Entonces un crochet de derecha le estallaba en pleno mentón. Y cuando, cansado y atemorizado, rehuía el combate e intentaba abrazarse para evitar la lluvía de golpes, como los escorpiones sacan su aguijón, le lanzaba un uppercut en la mandíbula y... a dormir. Ahora yo era la presa.
 
El sexto asalto comenzó como los cuatro anteriores, con el ding de la campana y con golpes y mas golpes del Compresor. Era inútil intentar esquivarlos, venían de todas partes, y todos encontraban su blanco.
 
Segundos antes de ver como por última vez el guante rojo de mi contrincante se acercaba hasta impactar nítidamente en mi rostro, recordé el comentario que un viejo gordo que fumaba un pestilente puro me gritó cuando me acercaba al cuadrilátero: " ¡No llegarás al séptimo asalto! ". Todos lo pensaban, pero sólo él se atrevió a decirlo.

Ya no escuchaba las voces. El griterío se había convertido en un tétrico silencio. Tampoco sentía dolor. Lo único que podía escuchar a lo lejos, era la cuenta del árbitro mientras las gotas de sangre resbalaban por mi rostro y empapaban la lona. Ni siquiera escuché la cuenta al completo, tan sólo llegué al 9.





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