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lunes, diciembre 13, 2004

 

Pequeñas victorias

Llegó a casa a las diez menos cuarto de la noche. Cerró la puerta con una pierna, puesto que llevaba las manos ocupadas con las bolsas de la compra. Las dejó en la cocina y cogió una manzana del frutero que fue mordisqueando mientras se dirigía al baño. Dejó la manzana en el lavabo, se desnudó y se metió en la ducha. El agua caliente le sentó de maravilla, pero cuando terminó y empezó a secarse fue como si todo el cansancio del día se agolpase sobre sus hombros, y las preocupaciones no se habían marchado a través del sumidero.

Se enrrolló en la toalla, cogió la manzana y se dirigió al dormitorio. Comprobó que había cinco mensajes en el contestador. Se puso un camisón y dió el último bocado a la manzana mientras pulsaba el botón para escuchar los mensajes almacenados. Se tumbó en la cama a escucharlos.

El Sol brillaba poderoso en mitad de un límpido cielo azul. Una brisa ligera hacía bailar los visillos de las ventanas. Eso fue lo primero que vió ella cuando se despertó.

Desperezándose se puso en pie. Llevaba puesto un pijama blanco cuajado de lunares de todos los colores. Se calzó las zapatillas y salió por la puerta de la habitación. La puerta daba a un pasillo que parecía no tener fin. Cada pocos metros había dos puertas, una a cada lado del pasillo. Estaban cerradas. Del exterior procedían voces y risas de niños que parecían estar jugando. Ella continuó caminando por el pasillo, siguiendo las voces, hasta que al final se detuvo frente a una puerta. Al abrirla se encontró con un jardín de cuidado y tupido césped por el que correteaban niños de unos siete años. Unos jugaban con un balón, otros simplemente daban volteretas en el suelo y unos cuantos trepaban por un castillo de cuerdas rojas, verdes y azules. Pero sentada bajo la sombra de un frondoso árbol, había una niña morena de ojos castaños.

Ella se acercó hasta el árbol, se agachó, y con una gran sonrisa saludó a la pequeña.

- Hola.
- Hola -respondió mirándola a los ojos.
- ¿Por qué no juegas con los demás?
- Porque tengo miedo de que no quieran que juegue con ellos -dijo después de pensar unos instantes la respuesta.
- ¿Y por qué no iban a querer que juegues con ellos
- No lo sé. Además, no me gusta jugar a la pelota, siempre me la quitan.
- Bueno. ¿Y por qué no juegas con esos otros niños? Mira que bien se lo pasan dando vueltas en la hierba.
- No. Me mareo. A mí... A mí lo que me gustaría es subirme al castillo de cuerdas, pero me da un poco de miedo caerme.
- ¿Qué te parece si te ayudo yo?
- ¿Sí?
- Claro.

Ella tomó de la mano a la pequeña y se acercaron hasta el castillo de cuerdas.

- Agarrate fuerte y no te sueltes de una cuerda hasta que estés bien agarrada a otra ¿vale? Yo estaré aquí por si resbalas.
- Vale.

La niña empezó a trepar, temerosa al principio, con más soltura a medida que subía. El resto de niños gritaban animándola desde lo más alto. Poco a poco fue escalando hasta que llegó a la cima y todos aplaudieron.

- ¡He subido! -gritó feliz desde arriba.
- ¡Sí! -contestó ella.
- Gracias. Ahora tienes que irte -dijo sonriendo.
- ¿Comó? -replicó aturdida.
- Sí. Tienes que irte por donde has venido. Muchas gracias.

El timbre del teléfono sonaba insistente. Se despertó. Tenía el pelo aún mojado, una sonrisa en los labios y los restos de una manzana en la mano.


Feliz cumpleaños Marta

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